Petronila vio como Marieta revisaba con insistencia debajo del ateje. Ya ella había buscado allí y no lo había encontrado, pero lo cierto es que no aparecía por ningún lado. Había estado sonsacando a Eulogio, pero el muy cabrón no le quería dar ni una pista. Desde que ella no quería ir sola con él para el arroyo, todo había cambiado, pero su madre le había advertido que iba salir preñada. Ya estaban muy grandes para ese retozo. Ella iba a cumplir los 12 años.
Marieta había visto a Eulogio venir de ese rumbo y las matas estaban pisoteadas. Tenía que estar por allí. Todavía le dolían los chuchazos que le había dado Petronila hacía un rato. Y ahora cuando lo encontrara le iba a encender los fondillos. Y que no vinieran a decirle que de las rodillas para arriba no se vale porque a ella le habían metido por todos lados. Levantó la vista y vio que Eulogio la estaba mirando. Últimamente, los varones siempre la estaban mirando porque ya estaba desarrollando. Era como las perras. Cuando se descomponen todos los perros le andan atrás. Pero ella no les hacía caso. Su madre se lo había dicho bien claro que ella estaba muy chiquilla aún para esos asuntos. Pero él no le miraba a las piernas sino a los ojos. Y luego hacia arriba. Entonces se dio cuenta. Allí enganchado en las ramas bajas del ateje estaba el chucho. En un descuido una sonrisa se resbaló por sus labios. Eulogio la tomó en silencio como pago por su indiscreción.
Petronila que no había visto nada se acercaba cada vez más a Marieta. Y ella la dejó llegar bien cerquita. Cuando las dos niñas estuvieron juntas bajo el ateje, Marieta dio un brinquito, cogió el chucho ante los ojos incrédulos de Petronila y le fue dando chuchazos hasta el arroyo. Eulogio las seguía riéndose a carcajadas. Un rato más tarde, los tres regresaban riéndose cogidos de las manos y con las ropas mojadas mientras el sol empezaba a bajar detrás del ateje.
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